¿Por qué Europa estamos dispuestos a luchar?

Hay familias que nacen con facilidad para escribir. Parece que su adeene está enlazado con tinta. Hablo de los Gómez de la Serna, y ahora en concreto de Gaspar.

En uno de sus libros¹ analiza un factor esencial en el engranaje cultural europeo: el viaje ilustrado. Factor esencial que hoy no se ha perdido, pero que ha mutado a lo petardo. Antaño fue el Gran Tour de los jóvenes pudientes; fue el viaje de conocimiento que emprendían las mentes inquietas o los funcionarios hacia otras realidades, y que les hacía comprender la pobreza, la desigualdad injusta, las carencias de justicia y protección; fue el viaje iniciático en busca de cultura heterodoxa. Ahora es la temporada de erasmus, las despedidas de soltero y lo de Magaluf. Ya sé que no es igual, pero es que hoy los tiempos se estropean que es una barbaridad..

Este viaje ilustrado era una manera doméstica y sin sangre de cumplir con el decimotercer precepto de la morfología folclórica de Propp: el héroe sale de su casa. Y en esa salida encuentra el germen de su transformación vital,  porque la ampliación del espacio y de las gentes mejorará sus ojos de mirar lo que le atañe, y, por ósmosis, pulirá su conciencia de la vida y le permitirá evolucionar, ya que el viaje va asociado a los cambios en la imago mundi, a la caída de las vendas que imponen la cultura oficial y la cultura del prejuicio, a comprender quién eres tú en relación a los demás. Proceso que tiene como colofón entender las perspectivas de la realidad, que es una facultad del alma de desarrollo obligatorio.

Todo esto nos lleva al dueto básico de Viaje y Razón. Porque en este proceso de comprensión de la realidad, más que el tipismo, que también, lo que se pretende es conocer al ser humano para, a partir de él, penetrar en la personalidad de la tierra que habita y razonar lo que ofrece y lo que necesita. No lo que dicen los libros mohosos o la macroeconomía demiúrgica, no lo que dice el idealismo de despacho, no lo que pretende el buenismo cumbayá. El viaje emocional y razonable aspira a consolidar una idea de progreso: que los europeos sean compatriotas de cultura antes que de nacionalidad, que se hermanen alrededor de la sensibilidad y no sólo alrededor de las banderas. Busca impregnarnos de humanismo en las costumbres y en la valoración cultural, desarrollar la voluntad de ser iguales en las oportunidades y en los derechos, pero también afianzar la cabezonería de no ser iguales para no ser aburridos. El viaje ilustrado pretendía, en suma, conseguir (qué ingenuidad tan noble) un sustrato de amistad y de comunión sentimental que perdurara al desierto castrador de las políticas identitarias (dos palabras que no significan nada, pero que producen grima y guerras).

Lo anterior nos lleva a otro dueto insoslayable: la convivencia entre lo Posible y lo Real. Convivencia y dueto que nos ha estallado recientemente en la atención (la mecha hace mucho que estaba encendida, pero aún se acataba la ceguera por decreto). Porque hay una Europa real que nos atenaza y una Europa posible a la que echamos de menos. Es la Europa que genera ideas, entusiasmos,  que aprende (a veces) de sus sufrimientos, que no se avergüenza de su cultura y cree en el poder de la esperanza. Pero esa Europa no se corresponde con la Europa sentenciada en la hojas de cálculo de los grupos inversores, ni palpita en la misma dirección que la Europa de las comisiones  (esta palabra funciona en cualquier sentido) políticas, ni tiene nada que ver con la Europa caricaturizada por sus odiadores.  Y esa disyuntiva alimenta nuestra rabia. Tal vez el desengaño ante la idea burocrática de Europa radique en este secuestro emocional de nuestro continuum cultural. Y ese hartazgo ante la Europa de las reglas y de la burocracia debe ser sustituido por el reencuentro con la Europa de la diversidad creativa y la matriz común, la del libre tráfico de ideas,  no la de la obligada implantación de mantras. Esa Europa sí ofrece algo por lo que luchar.  La otra es una esfinge que toma decisiones ajenas a sus gentes, censura opiniones peculiares y es una máquina expendedora de subvenciones a los obedientes. Esa Europa, en pocos años, únicamente servirá como contexto para argumentos de ciencia ficción: en un espacio con museos y pobreza, desencantado, roto, alimentado malamente con coles de Bruselas, luchan violentamente grupúsculos de confusa filiación. Y, si en vez de catástrofe hay letargo, será una Europa con la que bostezar, sin una herencia cultural que nos ponga en pie.

Urge pues alzar una barricada de decencia y de rigor intelectual para combatir en la confrontación civil, moral y cultural en que está inmerso Occidente. Esa es nuestra primera y más acuciante guerra. La otra es una opción que asusta. Tal vez una manipulación emocional. Pero sobre todo es un negocio.

La confrontación más urgente que tenemos es la de decidir por qué Europa estamos dispuestos a luchar. Y con qué armas y con qué argumentos. Decía Romanones que los que gritan pidiendo la guerra son siempre muchos más que los que de verdad van a la batalla. Me atrevo a parodiarle: los que hablan de la necesidad de restaurar la cultura occidental son más de los que de verdad se ponen a la tarea. Y no debería ser tan difícil, porque hay un método barato de viajar, que es menos engorroso de equipaje y más caritativo con tus amistades (que no tendrán que tragarse nueve mil fotos de platos de comida y malhadados selfis): leer libros. Alimentar la mente, oxigenar el espíritu crítico, redescubrir qué somos. Tal vez así podamos resucitar la Europa de la cultura y de la voluntad. Que es mucho más atractiva que la Europa del pesimismo universal y de las estériles revoluciones periodísticas: eslóganes, trifulcas de café y, sobre todo, gestos.

Y cuantísimas veces a los gestos se los lleva el Diablo.


  1. Gómez de la Serna, Gaspar. Los viajeros de la Ilustración. Alianza Editorial. Madrid. 1989

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