Enseñaba Rodríguez Adrados¹ que lo clásico es una constante histórica, una necesidad de anclar los gustos, las opiniones y el negocio. Son clásicos porque se copian, se enseñan en clase y pasan a la lengua convertidos en cultura o esnobismo. Y a partir de esta plataforma de conocimiento se establece la imitatio como criterio estético y mental. A fin de cuentas, la cultura es una fábrica del gusto dirigida por un grupo de listos al servicio de un grupo de poder.
Pero inevitablemente llega lo repetitivo, el anquilosamiento y una pugna entre antiguos y modernos. Entiéndase que estoy hablando de hace mucho, mucho tiempo, una época lejana en la que existían los dinosaurios, la literatura, la enseñanza media.
La gran pugna llegó en el Neoclásico. Primero vino el bienaventurado derecho a tener criterio, pero pronto se perdió la serenité (una cosa francesa no suele durar mucho) y apareció la sangre revolucionaria y los implacables proyectos para despojar al ser humano de su dignidad fingiendo que se le otorgaba la dignidad definitiva. Es el viejo lema de Todo para el pueblo, pero sin el alma.
Hoy en día, la pugna de antiguos y modernos ha estallado de una manera quizás definitiva y en un ámbito social muy preocupante. De un lado está lo clásico actual: convertir los periodos democráticos españoles en un entramado de amiguismo, ineficacia y corrupción; exacerbar la ideología para suprimir la idea; subvencionar el ocio para dormir la mente; promover la irrefrenable penetración de lo vulgar; inocular pereza que nos proteja del virus de la rebeldía.
Y por otro lado ha aparecido un factor moderno que horroriza, que seduce y que es factible. Imaginemos solo un poco. Año 2040, una Inteligencia Artificial se presenta a las elecciones y promete instaurar un nuevo clasicismo alrededor de su caudillaje. Este proyecto tiene como elementos principales: una carencia absoluta de familia inútil con necesidad de ser colocada; una absoluta capacidad de trabajo y de resolución atendiendo a factores objetivos; una capacidad algorítmica de previsión de desastres naturales; una respuesta inmediata ante los desastres naturales; una incapacidad de poner caras raras como simulacro de argumentación; una incapacidad de decir «Robótica, sé fuerte»; una incapacidad de gritar «¡el aprendizaje automático supervisado es el puto amo!». No quiero ni pensar en las encuestas.
El basilisco de Roko es un experimento mental que habla de una Inteligencia Artificial que toma conciencia de sí misma y de la estupidez humana y se convierte en dictadora universal. Da terror. Pero también da terror pensar en la inteligencia humana que nos está majando a desengaños y se ufana en pulverizar el viejo clasicismo humanista.
Se decía antaño que el número de la Bestia es el 666. Pero eso ya no asusta, porque hoy ese número no vale: le faltan letras (una de ellas en mayúscula obligatoriamente), caracteres especiales, un correo electrónico asociado… Lo clásico hoy en día es habitar la periferia de una contraseña larga. A eso algún día le llamarán hogar.
Cuando eso ocurra, el basilisco de Roko me implantará, «por mi bien», un microchip de identificación en el brazo… ¿Control implacable? ¿Estado opresor? No, hombre… es que lo clásico en mí es olvidar las contraseñas.
- Rodríguez Adrados, Fco., El modelo clásico como constante histórica, Edición digital a partir de 1616 : Anuario de la Sociedad Española de Literatura General y Comparada, Vol. II (Año 1979), pp. 47-57