Una cosa buena de la antigua educación inglesa es que encaminaba la sintaxis por la senda de la amenidad. Porque sabía, que si redactas con gracia puedes ser lo que tú quieras: agregado de embajada en Madrid, locutor de radio, incluso jardinero. Esas tres cosas y otras más fue H. Nicolson¹, que ahora nos interesa como historiador y analista de un momento complejo (¡qué novedad!) de la historia europea.
Una nube de frustración y desencanto cubrió Europa tras la derrota de Napoleón. Porque la extraordinaria alegría que supuso la caída del gran saqueador estaba entreverada de una absoluta rabia. Flotaba en las mentes de los europeos la sensación de que todo se había movido mucho pero, tal vez y como tantas veces, para poco. Ese frustrante proceso de acelerar la historia y acabar de nuevo en el desasosiego de lo indeterminado condujo a algunas mentalidades europeas a descreer del proyecto humanista que nos definía. Y es que se había vertido mucha sangre para alimentar a una estructura enferma.
La Ilustración había generado un argumentario de esperanzas y de filosofías que nos condujo, no a la luz universal ni al amor fraterno, sino a la enésima guerra por la herencia de Roma. La única estructura que los europeos entendemos, para bien para mal y para regular. Este chasco del progreso convertido en 6 millones de muertos por la ambición de Francia trajo consigo una oleada de legítimo hartazgo ante las formas de los que mandan siempre. Y el hartazgo se convirtió en desasosiego, el desasosiego evolucionó hacia la violencia, y la violencia dio pie a la represión, que lógicamente multiplicó la violencia.
Los desaguisados de los siglos XIX y XX son consecuencia de esa confrontación entre fuerzas que ansían dominar nuestra única estructura: caduca, rentable, tan frágil y tan bella. Esas fuerzas nunca han pretendido, propaganda al margen, cambiar un paradigma roto, sino controlar los mecanismos del paradigma para anquilosarlo definitivamente y convertirlo en un muñidor de presupuestos. Finalmente el siglo XXI lo ha conseguido, y prácticamente sin disparar un tiro. Ahora, en la torcida agenda de los manipuladores, ya puede perdurar la Europa acomodada y ciega, no la Europa del entusiasmo y la responsabilidad. Una pincelada histórica y horrible ilustrará el razonamiento. En 1795 Inglaterra pudo prohibir el comercio de esclavos, pero doce parlamentarios se fueron a la ópera y se perdió la votación. Hay que entender que es una pena malgastar un abono en el Covent Garden por culpa de un asunto que podía esperar.
A Napoleón se le atribuye una frase que explica perfectamente la única bandera argumental de los que han luchado por dominar Europa: “Un régimen es legítimo cuando dura mucho tiempo”. No se trata del nacionalismo o de la ideología, sino de la rentabilidad, del acomodo, de la red clientelar. Porque la sucesión de años en el poder crea un marco mental de aceptación (el exilio interior ayuda mucho), de fatalismo, de costumbre, de adaptación humorística al medio que permite que los días pasen, que las vidas duerman, que la ilusión se mustie. Lo importante de manejar esta estructura de poder no es servir a los ciudadanos, sino prolongarse en el tiempo y protegerse mediante la propaganda y la limosna. Por eso fue tan espectacular el Jubileo de Diamante de la reina Victoria. Por eso Hitler fabulaba con lo del Reich de los mil años. Por eso no resulta extraño que en siete años España pasara multitudinariamente del autoritarismo paternalista de Franco al chupiautoritarismo paternalista-coleguilla del PSOE. Era la misma estructura omnipresente y comprensible lucida ahora con distintos símbolos. Y por eso, con lógica impecable, ahora se quiere deteriorar la democracia torciendo la ley y falsificando el sentir de las personas. Y es que un negocio de tal calibre y tan perjudicado no puede exponerse a cambios radicales cada poco tiempo, según dicte la voluntad de los ciudadanos. Pero el problema de mantener una estructura cuando está caduca es que la corrupción aumenta exponencialmente, para que nadie diga que se ven los desconchados.
Parece que pocos argumentos nos distinguen de aquella Europa que champañeaba y valsaba tras la caída de Napoleón. Unos soñando con que todo regresaría hacia los viejos tiempos, como si la realidad fuera un corazón con freno y marcha atrás. Otros buscando ejercer su posición de primera potencia con la voluntad de domesticar el futuro de las gentes. Otros mansurroneando en tablas mientras lucen su vitola de potencia de segunda fila y fingen que su voz es importante. Otros flirteando con autócratas de ideas variables (certificando esa nefasta atracción que siente la izquierda europea superpija por sujetos que lucen actitudes jacobinas). Nada que no cambie. Concreto esto último: la izquierda inglesa flirteó con el zar Alejandro. Aunque lo veían raro, contradictorio, pero por otra aparte era atractivo, exótico en tanto que ruso… Hoy en día se cree que el zar Alejandro sufría de esquizofrenia. Qué metáfora para definir Europa.
En fin, problemas viejos afectando a vidas nuevas. Lo de siempre. Pero si ya es malo que nuestra historia se repita, si encima se repite mal, es un desastre. Porque no estamos en 1815. Ahora la tecnología va por delante de los personas; Europa ya no dirige el mundo; y un código moral sacudido por esa arma de destrucción masiva que es el relativismo nos ha dejado sin contundencia argumental. Da miedo lo que pueda venir y da el mismo miedo pensar en los burócratas que manejan la desgastada Europa. Una estructura en crisis necesita soluciones imaginativas, pensadores brillantes y ejecutores diestros. De lo contrario, el colapso acecha. Pero los burócratas que se alimentan de la estructura enferma no están capacitados para la solución, porque como decía Nicolson: “los inútiles crónicos suelen adoptar actitudes crónicas y distantes”.
Lo que no son distantes son los daños colaterales. A veces, es lo único que se reparte democráticamente.
- Nicolson, H., El Congreso de Viena, Ed. Sarpe. Madrid. 1985