A este gran teatro del mundo le falta la pluma barroca

Los análisis antropológicos de Lisón Tolosana¹ iluminan nuestros paradigmas culturales. Y de paso aportan luz sobre los cambios que ahora mismo se intuyen en la atmósfera social. Cambios de paradigmas que nos esperanzan y nos desazonan, porque la vida es eso.

Una idea esencial palpita en dichos análisis: el Barroco ha formado las esencias de nuestra cultura emotiva. Esto permite entender fragmentos llamativos de la actualidad. Ya que nuestro apurado presente de indicativo tiene elementos estructuradores y argumentativos que vienen de esa época convulsa, brillante, incomprendida. El siglo XXI es un Barroco sin arte, pero con nanotecnología. Con más inquisición, peor literatura, idéntica necesidad por lo espectacular, y más vejámenes en todos los ámbitos sociales. Las dos épocas gastan el mismo desengaño y el mismo desconcierto. Antaño esta desazón se expresó mediante la polimetría, hogaño inalámbricamente. Distinto canal pero la misma entraña. Lo que hubieran hecho Gracián y Quevedo con una cuenta en X. La de narraciones que hubiera desarrollado en YouTube Lope de Vega. La de series que hubiera escrito para la BBC Guillermo Shakespeare.

Un elemento decisivo de este continuum cultural es que se vive inmerso en una valencia emotiva de consumo obligatorio: la representación pública como elemento aglutinante. Esa necesidad de agitar y consumir símbolos en acción que reactivan el espíritu de grupo. Vale como mantra político, fidelidad deportiva, camiseta con mensaje guay o memoria histórica ficticia. El gusto barroco por el poder visualizado ha alcanzado actualmente el rango de absoluto. Todo se graba, se difunde y se comenta. Cada día se suben a internet 14 mil millones de imágenes. Ya lo dijo Arquímedes: dame un TikTok y moveré el mundo.

La representación de la existencia convertida en teatralización es ahora la verdadera semántica del mensaje. Pensamos mediante los ojos. Transmitimos nuestra emoción a través del gesto y la retina, no de la reflexión. El comentario de la imagen suplanta el contacto con la carne. La comunicación se aleja del lenguaje y se instala en lo llamativo teatralizado. Esto nos lleva a otro terreno esclavizante: la comprensión de nosotros mismos como personajes que se deben a su público. Que más que personas, somos actores agitándose en un croma al que llamamos, de momento, realidad. No hablo sólo de los influencers que han muerto en acto de servicio, ni de lo que se conoce como “la maldición de los 27” (influencers y tiktokers que han fallecido con esa edad). Hablo de cosas que no entiendo: la bronca que se retransmitió en directo en la Casa Blanca ¿fue representación o fue una representación? En cualquier caso consiguió objetivos. El truño de la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de París ¿buscaba la excelencia y fracasó?, ¿buscaba epatar a inofensivos europeos de 70 años?,  ¿tenía como objetivo la difusión agónica del mensaje woke? Y la última, ¿de verdad Musk quiere pegarse con Putin para parar la guerra? A este gran teatro del mundo le falta la pluma barroca de Calderón de la Barca para alcanzar entidad de pensamiento

Y es que además, las circunstancias desde el Barroco para acá se han encabronado mucho. En tiempos, hubo una pugna por el poder visualizado relativamente inofensiva que consistía en ver quien ponía más alta la bandera. Francia en la cúspide de la Gran Pirámide, Inglaterra en el Everest, Estados Unidos en la Luna. Pero a partir de la I G. M. y el subsiguiente suicidio del humanismo, el poder visualizado fue mutando hasta convertirse en el temor visualizado: un estado de pesimismo y de impotencia agitado ante nuestros ojos cotidianamente para que ese canguelo nos estructure la emoción y los razonamientos. Dejando al margen, y en un pedestal, el infinito goce que fue ver la caída del Muro de Berlín, un recordatorio de imágenes terribles nos ayudará a entender esta agonía: cualquier fotograma de la segunda guerra mundial;  los reportajes de las matanzas étnicas; aquellos menguados años en que el prójimo era una mascarilla; la destrucción asegurada por el próximo meteorito; los vídeos de violaciones grupales difundidos por degenerados; las proyecciones terroríficas de ese cajón de sastre argumental que es el cambio climático; el pavor a lo que puede significar el reinado de la IA; o, por ponernos ligeramente futuristas, la indefensión ante el Blue Beam.

Tanta imagen comecocos, tanta información inasimilable, convierte la realidad en una mátrix de la que desconfiamos. Y en consecuencia, aparecen las teorías de la conspiración, que pueden ser un pasatiempo deductivo, pero también una respuesta profiláctica ante el poder manipulador y omnipresente de la imagen. Porque en una cosa el Barroco quedó atrás: la vida ya no es sueño, ahora la vida es píxel.

Esta concepción de la existencia como espectáculo emocional basado en el imperialismo ocular, ha convertido el Yo en un perfil de WhatsApp y el estado de ánimo en una foto retocada. Y sobre todo, ha viciado de tal manera la introspección, que cuando nos paramos a contemplar nuestro estado acabamos convirtiendo la incertidumbre en una enfermedad. Desde hace ¿30? años para acá todo son síntomas extraños en la gente y diagnósticos agónicos de enfermedades nuevas. Estar jodido ya no se cura venciéndose a sí mismo a base de fuerza de voluntad, sino con oxicodona. Tener crisis (que significa cambios) no se considera propio de la naturaleza humana, sino de la insatisfacción propiciada por la opresión social.  A la voluntad de convertir en espectacular lo íntimo se corresponde la necesidad de etiquetar los estados de conciencia y medicarlos. Y así, el drama privado acaba siendo una rareza de la que poder hablar, un motivo para subir imágenes abracadabrantes a la red, una razón para convertir la frustración en foro de debate, el mal humor en hate, la soledad en like. Y en resumidas cuentas, monetarizar la angustia.

Al final, lógicamente,  la realidad se nos convierte en una mátrix que nos parece ajena y de la que tratamos de huir, probablemente en vano. Si hay temple nos refugiamos en lo que queda de nuestro yo interior. Si no lo hay nos abandonamos a cualquier opción que nos aletargue eficazmente. Y cuando alguien pregunta cómo nos va la vida respondemos con un emoji porque ya no tenemos mil palabras en nuestro vocabulario. O contestamos con un verso barroco de Pedro Soto de Rojas

Feroz, no con lucrinos, batallantes

Que es algo que suena bien, pero que no se entiende.


  1. Lisón Tolosana, C., La imagen del Rey, 1991. Espasa Calpe. Madrid

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